Transeúntes sordos, caminando en masa pero increíblemente
aislados los unos de los otros. Pasan por alto el sonido de los pájaros
mañaneros, el bandoneón en el subte y el piropo obrero. Revolviendo la cera del
sucio, adornando las orejas del hipster y ridiculizando a aquel que los compró
rosas por falta de stock, los aparatos comprimen sus orejas y son conectados
por dos lazos de goma hacia una caja sonora ubicada en su bolsillo más cercano.
Reemplazan la risa pasajera de un desconocido por unos vagos
acordes de Agapornis. Sustituyen una interesantísima conversación ajena en un
colectivo por el último hit de Daft Punk –y se reconocen fanáticos de la banda
cuando sólo conocen “Get lucky”-. Desatienden la plegaria de un necesitado
mientras mueven sus pies al compás de Michael Jackson -Con menos ritmo que el
difunto, claro está-.
Y así van… enchufados. Ellas, simulando ser la Jennifer
López del subdesarrollo en un desfile poco agraciado para el resto, pero
increíblemente seductor para sí mismas. Ellos, acordándose de su última novia
con algún tema meloso, de esos que cuando se desenchufa el aparato y se dispara
el altavoz desnudando su pateticidad frente al gran público, los hace desear
que las placas tectónicas se descoloquen y les den una desaparición certera, alejados
de los ojos críticos y aniquiladores.
Se pierden muchas cosas. Algunos se pierden el grito de un
amigo en la vereda de enfrente, el silbido de un galán provechoso o la
dulce melodía de un artista callejero.
Otros, se pierden el bocinazo que advierte su inminente
muerte en una esquina transitada, y vuelan por los aires al ritmo de AC/DC o
Demi Lovato.
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